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Historias de Misiones - San Ignacio Mini El Rescate

El World Monument Fund estĂ¡ festejando dos buenos trabajos en piezas jesuĂ­ticas de incalculable valor histĂ³rico. Son dos templos de la extensa red de bases de la orden, presente literalmente del borde del viejo territorio indio, casi en la Patagonia, hasta el norte del MĂ©xico colonial, un buen trecho tierra adentro en lo que hoy es el Medio Oeste norteamericano. San Ignacio MinĂ­ es la ruina arqueolĂ³gica mĂ¡s famosa de Argentina, mientras que San Juan Bautista en Huaro, PerĂº, es una iglesia que desde hace casi cinco siglos sigue activa en su comunidad.

San Ignacio MinĂ­ estĂ¡ a sesenta kilĂ³metros de Posadas, en Misiones, en plena regiĂ³n subtropical y en lo que fue la zona de fricciĂ³n entre portugueses y españoles en estos sures. La misiĂ³n fue algo formidable, un polo de actividad en lo que era pura selva y una avanzada del modelo de integraciĂ³n jesuĂ­tica en tierra de esclavistas y bandeirantes.



Luego de la expulsiĂ³n de los jesuitas del imperio español –mĂ¡s o menos simultĂ¡nea con que los echaran de casi todos los imperios coloniales, un desastre del que jamĂ¡s se recuperaron– el templo fue comido por la vegetaciĂ³n y desapareciĂ³ casi Ă­ntegramente. De este San Ignacio quedan algunos muros y los trazos enterrados de lo que fueron por lejos los mayores edificios de la regiĂ³n.

La pieza mĂ¡s famosa de las ruinas es la portada principal del templo, sobre el lado sur de la plaza que fue el centro del complejo. El templo era sencillo y sĂ³lo su fachada de piedras talladas le daba monumentalidad y empaque frente a la plaza baja y rodeada por una galerĂ­a. Con fuertes apoyos econĂ³micos privados y bajo el paraguas del WMF, en 2003 se iniciĂ³ el Proyecto San Ignacio MinĂ­ con la restauraciĂ³n del portal lateral que conectaba una nave del templo con el Patio de los Padres, que fue restaurado en 2004.

Como se contĂ³ en estas pĂ¡ginas por entonces, la restauraciĂ³n de una ruina de tal valor se encara exactamente como la de un edificio romano o medieval. Todo se hace con una precisiĂ³n clĂ­nica y, siempre que sea posible y conveniente, con los mismos materiales y tĂ©cnicas que el original. Al restaurar el portal lateral, los especialistas terminaron en el bosque, hacha en mano, con un carpintero local que reconociĂ³ la madera del dintel perdido y los ayudĂ³ a buscar un Ă¡rbol similar, hoy mĂ¡s raro que hace cuatro siglos. Fue exactamente lo que hicieron los jesuitas, guiados por algĂºn guaranĂ­ local que sabĂ­a de maderas duras.



La fachada alcanza hoy los 9,70 metros de alto y tiene forma de retablo, con profusos ornamentos que muestran de arranque el sincretismo entre la visiĂ³n europea y lo que les iba saliendo a los locales. Es la misma que tanto estudiĂ³ el novelista Alejo Carpentier y que simbolizaba en su hallazgo de un altorrelieve barroco americano donde una orquesta de Ă¡ngeles incluĂ­a una maraca. Lo que se ve hoy en el sitio histĂ³rico es bĂ¡sicamente lo que dejĂ³ la intervenciĂ³n del arquitecto Onetto en los años cuarenta, tema que sigue dando polĂ©micas interminables.

El muro de la portada era originalmente uno, pero el derrumbe de sus arcos en el nivel superior hizo que hoy veamos cuatro muros, dos al medio solitos sus almas y dos a los lados conectados con las paredes laterales, que ayudan a delimitar el Patio de los Padres y el cementerio.

Estos muros mostraban una serie de problemas graves, algunos por sus caracterĂ­sticas originales de construcciĂ³n y otros por la falta de protecciĂ³n y mantenimiento. Por lo tanto, y como de costumbre, lo primero que se hizo fue un largo y detallado estudio de estas piedras viejas, para entender quĂ© habĂ­a que hacer y cĂ³mo.



Uno de los problemas era el exceso de vida: los muros, sucios y hĂºmedos, eran hogar de vastas poblaciones de microorganismos, lĂ­quenes y musgos, y de una fronda de plantas de todo calibre. Siglos de lluvias sin un techo que las frenara y canalizara habĂ­an lavado los morteros, lo que, junto a la caĂ­da de todo estructura interna y la falta de trabas estructurales –-una falla de diseño original– habĂ­a creado un serio problema de inestabilidad. Los muros se veĂ­an deformados y rajados por sus coronamientos, ya no escurrĂ­an y, literalmente, funcionaban como esponjas para la humedad. No eran pocos los arbustos leñosos que crecĂ­an en las grietas bien regadas entre las piedras.

No asombra que lo primero que se hizo fuera una limpieza generalizada de la portada, una que removiera lo riesgoso pero no la pĂ¡tina del tiempo, en particular en la cara interior del muro. Lo primero fue retirar la vegetaciĂ³n: los yuyos pequeños y blandos fueron retirados a mano, con espĂ¡tulas de madera. Los Ă¡rboles y arbustos leñosos fueron cortados y luego envenenados con inyecciones de herbicida.

Para limpiar las piedras y los morteros que quedaban se realizaron 39 experimentos de tĂ©cnicas secas y hĂºmedas, tal el cuidado con las ruinas. Ya se tenĂ­a la experiencia de la intervenciĂ³n en el muro lateral, pero se prefiriĂ³ pasarse de cautos. La conclusiĂ³n fue que se lavarĂ­an los muros con un bactericida disuelto en agua, seguido de una limpieza con cepillos de pelo plĂ¡stico de durezas variables. Lo que quedĂ³ despuĂ©s de este tratamiento –como ciertos musgos– fue eliminado usando con paciencia compresas de celulosa empapadas con el bactericida.



Luego se empezĂ³ la consolidaciĂ³n material de los muros. Donde quedaban revoques y estucos se los reforzĂ³ con agua de cal. Como faltaban algunos sillares, se recurriĂ³ a la cantera local, la misma que usaron los jesuitas en el 1700. No fueron muchas piezas, ya que se reemplazaron los pocos que podĂ­an crear un riesgo estructural para el muro. Las piezas nuevas fueron grabadas con la leyenda “Rest. 2007” y todas las que se notaban demasiado por su color “nuevo” fueron patinadas con agua de cal y pigmento natural. Otros sillares, presentes pero rotos, fueron tratados con pernos inoxidables fijados con resina epoxi. Algunas de estas piezas tenĂ­an problemas de apoyo, lo que fue solucionado en forma “invisible”, con rellenos y cuñas internas fijadas con morteros que copiaron fielmente los originales.

Luego se integraron las juntas faltantes con dos morteros diferentes, en colores parecidos al relleno existente, que estaba en buen estado. Las juntas disgregadas fueron retiradas y reemplazadas, pero las que se hicieron en cemento en los años cuarenta no se tocaron, para no dañar la piedra al sacarlas.

En algunos casos hubo que tomar decisiones para resolver problemas peculiares. Por ejemplo, los muros mostraban unos huecos donde se calzaban las jambas de los vanos que daban a la plaza. Esos vanos –arcos, marcos, portones– desaparecieron hace mucho, pero los huecos siguen allĂ­, dejando entrar agua que agrietaba los muros. HabĂ­a que rellenarlos para hacerlos estancos y se decidiĂ³ no hacerlo en piedra para no generar un “falso histĂ³rico”. Para marcar que esos eran nomĂ¡s huecos donde se calzaban vigas de madera, se los tapĂ³ con tacos de madera dura debidamente aislados con asfalto y plomo. Con la misma lĂ³gica se trataron los coronamientos de cada paño de muro: ahora son estancos y tienen un Ă¡ngulo que permite escurrir el agua hacia la parte interior, lisa, del muro. El tratamiento es invisible y se hizo con siliconas.

Todo lo aprendido y visto en esta etapa de la restauraciĂ³n fue resumido en una serie de estudios que se integran a un registro general del sitio. Los trabajos van del relevamiento arquitectĂ³nico y la historia del trabajo realizado, a un mapa de la vegetaciĂ³n del lugar e ideas para controlar las pestes sin agrotĂ³xicos.

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