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Monumento Historico Nacional - Palacio Santa Candida


 EL PALACIO DE SANTA CANDIDA

MONUMENTO HISTORICO NACIONAL

Concepcion del Uruguay, Entre Rios 

Hoy comparte el honor con el Hotel Provincial de Mar del Plata. Pero, hasta fines de los años 90, el Palacio Santa Cándida era el único hotel argentino que podía ufanarse del título de Monumento Histórico Nacional. Obra del arquitecto Pedro Fossati -quien le infundió un neto corte italianizante-, brota del rincón que forman el Arroyo de la China y el río Uruguay, un kilómetro al sur de la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay.
Por fuera parece una villa toscana, con su vasto parque erizado de arboledas y estatuas de deidades grecorromanas. Por dentro es el sueño de un anticuario. Los huéspedes conversan bajo arañas de cristal de Baccarat, se multiplican en espejos de marcos tallados y dorados a la hoja, cenan con vajilla inglesa y cubiertos de plata, y duermen un sueño de otra época en camas de bronce o añeja madera.
A mediados del siglo pasado, el palacio era centro administrativo del mayor saladero de América del Sur y casco de una estancia de setenta kilómetros de largo y treinta de ancho. Todo pertenecía al general Justo José de Urquiza.



A las virtudes del guerrero y el estadista, Urquiza sumó un instinto comercial digno de los Rockefeller. Antes cumplir los 18 años ya era patrón de una pulpería. Luego se dedicó a comprar leguas y más leguas de campo, y no paró hasta adueñarse de medio Entre Ríos. También tuvo un ingenio azucarero en Tucumán, una mina en Catamarca, una fábrica de paños en Concepción del Uruguay, acciones en bancos, y la tajada mayor del ferrocarril que unía Rosario y Córdoba. Sin embargo, Santa Cándida fue su principal fuente de recursos. Le permitió armar ejércitos, desalojar a Rosas del poder y llegar a la presidencia de la Nación en 1854.






El saladero, considerado un modelo en su género, arrancó siete años antes. Faenaba más de cincuenta mil animales por año, lo que implicaba un movimiento de capital holgadamente superior al presupuesto entrerriano de entonces. La mitad de las vaquitas eran de Urquiza, que así completaba el ciclo productivo. Nada se tiraba. La carne -secada al sol y salada- se convertía en tasajo, y en la última etapa llegó a envasarse. Los cueros se curtían con corteza de curupay traída de los montes paraguayos. Y el sebo servía para hacer velas y un jabón perfumado con esencia de lavanda y bergamota. Ni siquiera se desaprovechaban huesos, astas, pezuñas y cerdas.

Un ferrocarril de bolsillo llevaba los productos hasta el muelle del establecimiento, de donde partían cada año unas setecientas embarcaciones rumbo a Brasil, Cuba, Estados Unidos y varios países de Europa. No resultó casual que Urquiza adoptara la bandera de la "libre navegación de los ríos". El viajero Woodbine Hinchliff, que remontó el río Uruguay en 1861, apuntó con ironía en su diario: "Nos divertimos haciendo cálculos sobre las ganancias anuales de aquel desinteresado patriota".






Sopladores de vejiga
Santa Cándida daba empleo a un número de hombres inusitado para la época: más de trescientos sobre una población activa que en Concepción del Uruguay no llegaba al millar. El oficio más insólito era el de soplador de vejiga. Para ganar un peso fuerte debía inflar a pulmón casi un centenar de vejigas, usadas para el envasado de grasa.


Un capataz de playa, en cambio, recibía sesenta pesos por mes, suficiente para comprar seis vacas o sesenta hectáreas de tierra. No sobraban candidatos dignos del estratégico puesto. Tampoco buenos cuchillos, capaces de faenar seiscientos animales diarios, y los encargados del saladero debieron salvar más de uno de la leva o las rejas. La costumbre generó una sensación de impunidad entre la peonada del saladero, que hizo proliferar el delito, y el interesado amparo debió cortarse.

Otros trabajadores con coronita fueron los vascos. Nadie superaba su destreza en la salazón de carnes y cueros. Se agrupaban en pandillas y, fortalecidos por su imprescindible condición, imponían salarios y cláusulas contractuales. Al menor incumplimiento o atraso en el pago amenazaban paralizar la faena. De todas maneras, el patrón siempre llevaba las de ganar. Los sueldos se pagaban con papeletas, que debían canjearse en la pulpería del saladero. Por lo general, la operación se limitaba a cancelar el fiado y los trabajadores ni
siquiera olían un patacón. Nicasio Oroño, que después sería gobernador de Santa Fe, fue el primer pulpero de Santa Cándida. Las autoridades de Concepción del Uruguay lo acusaron de expender bebidas en exceso, promoviendo "reuniones dañosas y desórdenes".




Golpe de gracia
En Salinas Grandes señoreaban indios amigos de Juan Manuel de Rosas. De modo que Urquiza debió traer de Portugal y España toda la sal necesaria para el quehacer del saladero. La importación resultaba costosa y los barcos no siempre llegaban a tiempo. Después de Caseros, el gobernador de Entre Ríos apuró una alianza con Calfucurá -el amo de las salinas-, aceptando apadrinar a su hijo Namuncurá. No pudo disfrutar mucho del pacto. Una partida revolucionaria lo asesinó, el 11 de abril de 1870, en el Palacio San José -otra obra de Fossati-, su espléndida residencia.

Dolores Costa, la viuda, vendió Santa Cándida a los hermanos Unzué, poderosos hacendados de Buenos Aires. En 1920, el casco quedó en manos de Adela Unzué y Antonio Leloir. El matrimonio, haciendo gala de un gusto exquisito, transformó la despojada administración del saladero en una villa toscana. Encargaron al arquitecto Angel León Gallardo y al paisajista suizo Emil Bruder el diseño de un jardín simétrico, engalanado con figuras helénicas, que realzara la mansión. Y se largaron a la caza de paqueterías en las subastas de París.


Regresaron con vajilla de Napoleón I, efigies de Madame Pompadour, dos espejos cornucopias de más de tres metros de alto -que habían pertenecido a la actriz Sarah Bernhardt-, verjas venecianas, gobelinos españoles, arañas tipo Imperio y un refinado mobiliario. Además, rescataron los pisos de mármol del primer Colegio Nacional de Buenos Aires, recientemente demolido, para el comedor. Con el tiempo, el Palacio Santa Cándida volvió a manos de un Urquiza: Francisco Sáenz Valiente, nieto del vencedor de Caseros. Después fue declarado Monumento Histórico Nacional. Por último se convirtió en un hotel que combina seductoramente estilo, sosiego y privacidad. Don Justo, de seguro, hubiera aprobado el cambio de ramo. La carne -aunque algunas señoritas se empeñen en desmentirlo- ya no tiene el poder de otrora.
Texto: Roberto Rainer Cinti

  • Para saber más: (0344) 242-2188 http://www.santacandida.com
Información para viajeros
Ubicación: Santa Cándida se levanta al sur de Concepción del Uruguay, en el oriente de Entre Ríos.
Cómo llegar: desde Buenos Aires, por ruta nacional14 (300 km).
Categoría: cinco estrellas. Comodidades: siete habitaciones y una suite familiar, comedor, bar, sala de juegos, biblioteca, pileta y solárium.
Actividades: esquí acuático, navegación, remo, equitación, golf (hay una cancha de nueve hoyos a pocos kilómetros) y excursiones a los principales atractivos turísticos de la región (entre ellos, el Palacio San José y el Parque Nacional El Palmar).
Fuente: http://www.lanacion.com.ar


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